Cuando vamos de visita a un museo, encontramos los típicos cartelitos de prohibiciones, y siempre el más curioso me pareció el que no permite tomar fotografía; no tener animales, o comer, es algo más bien lógico al sentido común. Por suerte he dado con una respuesta muy interesante.
En primer lugar, los objetos poseen algo llamdo «memoria lumínica», es decir, la luz ejerce un cierto desgaste sobre estos, ya sea de manera directa o indirecta, en menor o mayor proporción y en más o menos tiempo. Por supuesto que si se le saca una foto a un cuadro no lo vamos a ver agrietarse, ni que se le caiga un trozo ni nada por el estilo; pero si comparamos la obra actual con cómo se hubiese visto cuando terminó de pintarse, observaríamos algunos detalles distintos, seguramente dentro de lo cromático o quizás observaríamos ciertas fisuras.
Sumado a esto, las obras de arte son algo muy frágil y cada material usado, desde el óleo o acrílico hasta los lienzos, papel o hasta paredes en caso de murales, tienen parámetros lumínicos muy específicos. A cada uno se le atribuyen distinto valores que se miden a través de un luxómetro, el cual mide la sobreexposición de los materiales.
Gracias a ello, se toma especial cuidado en la iluminación de los cuadros y del ambiente en general. La mejor opción es la luz fría, la cual emite no emite rayos perjudiaciales y, por consiguiente, no erosiona la pintura. Del otro lado, las naturales (que contienen rayos UV y demás) y las flourecentes, son las principales enemigas de la conservación.
Volvamos entonces al tema de las fotos. Como ya sabremos, a la hora de tomar fotografías de interios, y principalmente si no hay bastante luz natural, usamos flash. Este disparo, es una luz muy blanca e incandilante que incide de manera directa sobre la obra. Una foto no sería gran problema, pero si lo hace uno los demás también, y así vamos a un círculo vicioso donde todos fotografían y en unos años olvidémonos del deleite.
La próxima vez, pensémoslo 2 veces antes de hacernos los ilegales 😛
Fuente | Analizarte